El recordar mi infancia me hace sentir bien, pero esta vez pretendo tomar un pensamiento ajeno, y echarles un cuentico.
Hoy presentamos:
“Yo quiero un Flipper”
Comenzaba la década de los 90, y la niñez nos cobijaba. Éramos nosotros otra vez; José Antonio, Jesús y el aún benjamín, Andrés.
Mao, Mao; el Pata Pata y hasta la Chica Ye Yé se escuchaban a todo volumen en el Cetronik “fino fino como bambino” de mi tía Zena. (Hay que aclarar que el Pick Up estaba superado y éste tenía hasta para cassette o cinta).
Mi tía Carmen en la cocina mágica y mi abuela María pendiente de lo qué hacían “el de Rafa y los de Ara”.
Ese escenario sirvió para recibir visitas. Era una señora desconocida para ese entonces, y venía con su chama; Sonia y María José.
La fecha llegó, y las invitadas también; teníamos tía y prima nueva. En las imágenes fugaces de mi memoria aparecen: la piscina del Hotel Meliá Puerto La Cruz, un Atari de tarjetas, una niña que lloraba porque no quería tomarse el Tachipirín y unas cortinas verdes que oscurecían “el cuarto loco” que sirvió para jugar nuestra ya tradicional historia que nos convirtió en “las perras” (nuestros sobrenombres). Ver antiguas ediciones.
José vio desesperadamente un juguete con el cual fue feliz por unos días. La visita se acababa, y el de Rafa guardaba una protesta.
Queriendo pasar por educadito y niño bueno, se despidió bien peinadito de su prima y su tía. María José al cerrar la puerta del apartamento anunciaba el reclamo que se asomaba, interpretado por el inigualable “totoñito”.
Era un delfín de plástico, grisiento y con la boca medio abierta. Yo como simple espectador fui testigo de aquella rabieta que, ante los ojos del inocente Andrés, era un poco incomprensible.
“Yo quiero un Flipper”. La consigna era insoportable, pues estuvo acompañada de chubascos dispersos de lágrimas y truenos provenientes de la zona de interconvergencia nasal.
La cercanía de la casa de la abuela con el centro de la ciudad debía servir para algo. Mis tías salieron a todo motor peatonal a cumplir una meta un poco más difícil que las del Juego de la Oca: buscar un “Flipper”.
Nada se acercaba, y desde Maxy’s, pasando por Sarita, revisando cada punto comercial, la búsqueda parecía agotarse sin resultado concreto.
“Las moralitas” no podían llegar con las manos vacías, por lo que embolsado aparecieron un paquetito en las manos de aquel niño que se imagina nadando con Flipper, y llamándolo como lo hacían Buv y Sandy, hijos del capitán Key en la serie norteamericana sesentosa “Mi amigo Flipper”.
La sorpresa fue que al abrir, el chamín sólo vio un pescado amarillo, que después fue conocido como “el mugriento pescadito amarillo”.
Las lágrimas posteriores y la pataleta, no fueron diferentes a las que precedieron la petición de mi primo.
“Tienes que agradecer, papá.... Pero gordito, entiende que el flipper no lo encontramos… Te prometemos que los buscaremos bien…”. De nada sirvió la psicología con José Antonio, quien era visto con miedo por sus primos, motolitos de otrora.
Un popeye, un volteo, el tristón, Alf y otros cientos de juguetes pasaron, pero Flipper nunca llegó.
Hoy, en Navidad, espero que más allá del Flipper, “la Perra” consiga lo que desea al pie de un arbolito.
FELIZ NAVIDAD PERRAS…
"Es una bonita forma de recordar a quienes han cambiado"
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